Lo neutro no es sinónimo de superioridad
¿Dónde quedó el color del mundo? ¿Lo has notado? El mundo está perdiendo color.
Cada vez más, vivimos entre paredes blancas, outfits neutros, ideas limpias, estéticas que no “molestan”. Y sí, el minimalismo tiene su encanto: la calma visual, el orden, la elegancia sutil. Pero ¿en qué momento comenzamos a asociar lo neutro con lo valioso, y lo colorido con lo vulgar?
Lo veo en redes sociales todo el tiempo. Influencers que muestran closets en tonos beige y negro, interiores de casas donde todo es blanco impoluto, desde la vajilla hasta los cojines. Se repite una y otra vez el mensaje disfrazado de tendencia: “Menos es más”, “Lo limpio es mejor”, “Lo simple es lo correcto”.
Pero… ¿lo correcto para quién?
Yo lo noté en carne propia cuando quise cambiar un poco mi estilo para verme más profesional. Buscaba algo sobrio, algo tipo old money. Algo que proyectara seguridad, madurez, seriedad. Pero a medida que lo intentaba, me sentía cada vez más lejana a mí. No encajaba.
Sí, me gustan los colores neutros… pero también amo jugar con los colores, mezclarlos, explorar, descubrir nuevas combinaciones. Quería vestirme de manera que hablara de mí, de lo que soy: una persona creativa, sensible, caótica a veces, pero con vida. Quería que mi ropa reflejara eso. No quiero parecer alguien que vive una vida que no es la mía, no quiero aspirar a un estilo que, honestamente, no me representa ni me hace feliz.
Y es que las redes nos llenan la cabeza de estas ideas de “estética correcta”. Ideas que muchas veces están cargadas de elitismo silencioso.
¿Por qué el color ha empezado a incomodar?
El color siempre ha sido sinónimo de expresión, de emoción, de identidad. Está en la ropa tradicional de nuestros pueblos, en las paredes de los mercados, en los bordados hechos a mano, en la decoración de las fiestas patronales, en el papel picado que ondea en el viento.
Está en nuestras calles, en nuestras casas, en nuestra historia.
Pero de pronto se convirtió en algo que hay que esconder.
En muchas zonas de la Ciudad de México, por ejemplo, hay un contraste claro: en barrios como Polanco o la Condesa, predominan los tonos sobrios, grises, beige, blancos. La arquitectura habla de contención, de diseño “correcto”, de orden visual. Pero en las orillas, en las zonas que colindan con el Estado de México, aparecen fachadas de rosa mexicano, azul celeste, verde limón, naranja fuerte. Colores que se sienten vivos, que te sacuden.
Y ahí viene el prejuicio: “Lo del centro es de ricos; lo otro, de pobres”. Como si el color fuera sinónimo de carencia, de ignorancia, de mal gusto.
Pero es justo al revés: el color es historia, es herencia, es vida compartida. Los textiles indígenas, por ejemplo, son piezas únicas, cargadas de simbología, de trabajo artesanal, de conexión con la tierra. Y aún así, muchas veces son tachados de “indígenas” con tono despectivo, mientras que una blusa lisa es vista como símbolo de clase, aunque cueste menos y signifique mucho menos.
¿Por qué nos da miedo el color?
¿Por qué lo asociamos con lo incorrecto, lo ordinario, lo que “no encaja”?
Incluso en el arte, en la moda, en la arquitectura, el maximalismo —ese amor por lo recargado, lo diverso, lo exuberante— ha sido malinterpretado. Muchas veces se ve como “excesivo”, como una falta de gusto. Pero ¿quién define lo que es “buen gusto”? ¿Desde qué lugar social o económico se imponen esas normas?
He escuchado en algunos espacios que el minimalismo, llevado al extremo, puede incluso relacionarse con ideologías conservadoras o de derecha. Puede parecer exagerado, pero si lo piensas bien, tiene sentido: el minimalismo busca el orden, la limpieza, la eliminación de “lo demás”, lo que no encaja, lo que molesta.
Y eso, cuando se traslada a la sociedad, puede volverse un discurso peligroso: solo lo blanco, solo lo puro, solo lo silencioso, solo lo igual.
No digo que el minimalismo sea malo. De hecho, me gusta. Me parece que tiene una belleza calmada que a veces necesitamos. Pero también creo que hay belleza en lo caótico, en lo vivo, en lo múltiple.
Y yo, personalmente, no quiero renunciar a eso.
He recibido críticas por cómo me visto, por lo que creo, por mi forma de expresarme. Me han dicho que “le baje”, que “me controle”, que “parezco rara”. Pero lo cierto es que soy así: soy color. Soy verde y azul como la naturaleza que me inspira. Soy vino, porque es un color fuerte, profundo, que impone.
No quiero reducirme para encajar.
No quiero apagarme para que otros se sientan cómodos.
Porque usar color también es un acto de resistencia.
Decidirte por lo vibrante, lo distinto, lo visible, en un mundo que te dice que te vuelvas invisible, es un gesto de libertad.
Reivindicar el color es decir: “Estoy aquí y no me disculpo por ser quien soy.”
🌈 El color no es sinónimo de pobreza.
Es sinónimo de vida.
De historia.
De identidad.
De autenticidad.
Que no te dé miedo vestirte con pasión. Pintar tu mundo con lo que te mueve. Habitar el espacio con tu personalidad, aunque no encaje en Pinterest. Aunque te digan que es “mucho”.
Porque el mundo ya tiene suficiente gris.
Hazlo tuyo. Hazlo a color.
🖤 Gracias por leerme una semana más.
Me llena el corazón saber que estás del otro lado, cuestionando, sintiendo y acompañándome en estas reflexiones.
Nos leemos muy pronto con un nuevo post para seguir hablando de lo que somos, lo que soñamos y lo que merecemos.
Con cariño, siempre 🌟